De La isla de la infancia de KO Knausgard, p. 157
Mis padres iban más elegantes que
de costumbre. Mi padre llevaba una camisa blanca, americana marrón de tweed con
coderas marrones y un pantalón de algodón beige, y mi madre un vestido azul. Y
Yngve y yo llevábamos camisa y pantalón de pana, el de Yngve marrón, el mío
azul. El día estaba nublado, pero las nubes eran de esas blanquecinas y ligeras
que impedían la vista del cielo, pero que no traían lluvia. El asfalto estaba
seco y entre grisáceo y azul; en la urbanización, los troncos de los pinos
estaban quietos, secos y rojizos. Yngve y yo nos sentamos detrás, mis padres
delante. Mi padre encendió un cigarrillo antes de arrancar el coche. Yo estaba sentado
justo detrás de su asiento, de manera que no podía verme por el retrovisor si
no me echaba hacia un lado. Cuando llegamos al cruce al final de la cuesta del
puente, entrelacé las manos y me dije por dentro:
Querido Dios, no permitas que
choquemos hoy. Amén.
Siempre decía esta oración cuando
emprendíamos viajes algo más largos, porque mi padre conducía muy deprisa,
siempre por encima del límite permitido, siempre adelantando a otros coches. Mi
madre solía decir que era un buen conductor, y supongo que lo era, pero cada
vez que aceleraba e invadíamos el otro carril, yo me estremecía de miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario