En una pequeña ciudad catalana
empinada en los acantilados sobre el azul Mediterráneo, vivía un monje con fama
de santo. Había sido peregrino de muchas tierras, venía de lejos, pero desde
que huyera de él la juventud se había afincado en el monasterio del lugar, y
allí envejecía lentamente. Transcurrían los últimos siglos de la Edad Media,
que parecía como si no fuera a terminar nunca. La cultura de la época, sus
sueños, sus guerras, se desenrollaban sobre el suelo europeo como una colorida
alfombra a la que el Tiempo volvería Historia. Por el momento era una confusión
nada más. Nadie se ocupaba de aclararla, porque no les convenía y porque los
trabajos de la Razón estaban devaluados. La fe subyugaba al pueblo. Era una
época de milagros y resurrecciones, en la que todo era posible. Se mezclaba el
saber con la ignorancia, y las rigideces del dogma corrían lado a lado con las
libertades de lo cotidiano. Ciclos inmutables de las estaciones embebían las
fachadas de las grandes iglesias, verdaderos palacios de lo sobrenatural, a los
que acudía una grey siempre mayor en busca de la poesía y fantasía que no
tenían en sus vidas. También en busca de consuelo y esperanza, bienes tan
apreciados como necesarios. En ese estadio de la civilización la esfera humana
se encontraba relativamente inerme frente a los embates naturales de sismos,
plagas, epidemias, inundaciones, incendios
forestales, sin contar con los males inevitables, como el envejecimiento y la
muerte, contra los cuales ni los avances de la ciencia ni los de la magia
podrían nada en el futuro.
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