Desde Atlanta, venía mirando por
la ventanilla del vagón restaurante con un deleite casi físico. Mientras se
tomaba el café del desayuno, vio cómo quedaban atrás las últimas colinas de
Georgia y aparecía la tierra rojiza, y con ella las casas con tejados de chapa
en medio de patios bien barridos, y en los patios las inevitables matas de
verbena rodeadas de neumáticos encalados. Sonrió cuando vio la primera antena
de televisión en lo alto de una casa de negros sin pintar. Conforme aparecían
más y más, se redobló su alegría.
Jean Louise Finch siempre hacía
el viaje por aire, pero para aquella visita anual a casa decidió ir en tren
desde Nueva York hasta el Empalme de Maycomb. Por un lado, porque se había
llevado un susto de muerte la última vez que viajó en avión, cuando el piloto
optó por atravesar un tornado. Por otro, porque llegar a casa en avión
significaba que su padre tenía que levantarse a las tres de la mañana, conducir
ciento sesenta kilómetros para ir a buscarla a Mobile y trabajar después toda
la jornada. Tenía ya setenta y dos años, y no era justo hacerle eso. Se
alegraba de haber decidido ir en tren. Los trenes habían cambiado
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