Bien.
El hombre que ha de morir ya está
dentro.
No sospecha nada. Más bien le
embelesa el viejo lugar, quizá cargado de recuerdos.
-Mira los estucados del techo
-susurra su acompañante-; son adornos hechos a mano que ya nadie hace. Mira los
cristales tratados con ácido que se han conservado cien años. Mira la marcas en
la pared, es donde estaban los espejos.
El hombre que ha de morir mira y
mira como si la voz le acompañase. El hombre que ha de morir no ha visitado
museos, pero la voz parece la de una guía. «Hay que ver el cuarto de baño. Ya
no tiene grifería, pero milagrosamente aún conserva intacta una cerámica de
Manises.»
El hombre que ha de morir sigue
sin sospechar nada. Nada hasta que ve aparecer aquel guante entre los dedos,
uno tan suave que es imposible saber si es de hombre o de mujer, y tan rápido como
los guantes que forman parte de los juegos de magia. «¿Para qué hace falta un
guante aquí? -parece pensar-, con el calor que hace ... »
Y de pronto la pistola.
Una 38.
El hombre que ha de morir lo sabe
bien, conoce las armas. Mira el objeto metálico como si no entendiera nada,
aunque tal vez se empiece a entender algo. Pero en el primer instante, le
parece que se trata de una broma. Hasta intenta reir.
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