De A propósito de Majorana, p. 177
Hay tantos hombres en la tierra,
tantos destinos entrecruzados, que cuesta pensar en la partitura que los
aglutine a todos, una que sea capaz de hacer sonar la música en la que cada parte,
cada uno de los destinos de cada uno de los hombres, entre en armonía con los
otros. Y sin embargo ocurre. Si uno despega la mirada de la vida de cualquier
individuo, si logra salir de ese trazo particular para leer el movimiento que
los distintos recorridos inscriben en el conjunto, puede comprobar que es
armónico, como si cada uno de los trazos obedeciera a una especie de control
central. A partir de ahí uno puede pensar que los destinos en el fondo no son
tan diferentes unos de otros, y que es en esa uniformidad donde radica la
posibilidad de armonía. Pero también se puede pensar en que no son las
caracteristicas de cada movimiento las que posibilitan la coincidencia, sino
que es el orden central el que determina los parámetros dentro de los cuales se
moverán los diferentes recorridos. Superflua -o no tanto- resulta entonces la
pregunta acerca del grado de libertad que conservan los individuos dentro de
los parámetros fijados. Lo importante de esta idea es que implica la idea de
predestinación, el hecho de que
nuestros cuerpos y nuestras mentes no son libres en realidad, sino que nacen
delimitados por la partitura que el orden central les impone. Quien crea en la
predestinación, en que las cosas pasan
por algo, debiera tener sin duda un grado de ansiedad menor frente a lo que el
futuro le depare. Todos sus pasos han sido escritos ya en las estrellas, con lo
que poco puede afectar e] empeño que
ponga en querer variarlos.
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