De La isla de la infancia de KP Knausgrad, p.226-227
Pero el fuego llegaba, se veía. Y
cuando ya lo habías visto, no podías evitar verlo por todas artes, en chimeneas y estufas, en todas las
fábricas y naves de producción, y en todos los coches que circulaban por calles
y carreteras, y que por las noches estaban en los garajes o aparcados delante
de las casas, porque el fuego ardía también en ellos. Los coches también eran
profundamente arcaicos. En el fondo, esa
inmensa antigüedad se encontraba en todas las cosas, desde las casas, que eran
de cemento o de madera, hasta en el agua que entraba y salía por las tuberías
de las mismas, pero como para cada generación todo ocurre como si fuera por
primera vez, y esta generación había roto con la anterior, esto era algo que se
encontraba muy atrás en su conciencia, si se encontraba, porque en nuestras
cabezas no sólo éramos personas modernas de la década de los setenta, sino que
nuestro entorno también era un moderno entorno de la década de los setenta. Y
nuestros sentimientos, los que nos llenaban a todos y cada uno de los que vivíamos
allí, en esas tardes y noches de primavera, eran sentimientos modernos sin otra
historia que la nuestra propia. Y para los que éramos niños, eso significaba
ninguna historia. Todo sucedía por
primera vez. Nunca se nos ocurría pensar que también los sentimientos eran
antiguos, tal vez no tanto como el agua y la tierra, pero sí tan antiguos como
los seres humanos. Qué va, ¿por qué íbamos a pensar en eso? Los sentimientos
que rebosaban en nuestro pecho, que nos hacían gritar, reírnos o llorar, eran simplemente algo que teníamos, eran nosotros
tal y como éramos, más o menos de la misma manera que el frigorífico tenía una
luz que se encendía cuando se abría la puerta, o las casas un timbre que sonaba
cuando alguien lo pulsaba.
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