De La isla de la infancia de Karl Ove Knausgard, p. 428-429
Durante las siguientes semanas,
Kajsa estaba constantemente en mis pensamientos. En ellos se repetían dos
imágenes. En una ella se volvía hacia mí, con su pelo rubio y sus ojos azules,
vestida con su ropa rosa y azul clara del 17 de mayo. En la otra yacía desnuda
delante de mí en un prado. Esta última imagen me venía casi todas las noches
antes de dormirme. Pensar en los grandes pechos blancos con los pezones rosas
me producía dolores por todo el cuerpo. Me retorcía mientras me imaginaba varias
cosas vagas pero intensas que haría con ella. Esa segunda imagen también despertaba algo
distinto en mí y en otros momentos: en medio de un salto desde el peñasco del
islote, volando por los aires, con el sol de frente la veía en una visión fugaz,
y dentro de mí se desataba entonces un regocijo casi enloquecido, más o menos a
la vez que los pies se deslizaban por el espejo del agua y el cuerpo se metía
dentro del mar azul verdoso, que frenaba la caída al cabo de unos metros, y yo,
rodeado de fragorosas burbujas, y con sabor a sal en los labios, volvía a la
superficie con movimientos lentos y un temblor de felicidad en el pecho. O
comiendo en la mesa, cuando estaba arrancando la piel de un trozo de bacalao
fresco, por ejemplo, o a punto de masticar un bocado de picadillo de pulmones,
de esa consistencia tan desagradable que se hinchaba y ocupaba al principio
mucho espacio, pero que cuando lo masticaba, los dientes atravesaban la masa
que no ofrecía resistencia hasta el final, cuando se pegaba a los dientes, en esos
momentos aparecía de repente su imagen, con una luz tan intensa que todo lo demás
que me rodeaba era empujado hacia la sombra. Pero en la realidad no la veía. La
distancia en línea recta entre las dos urbanizaciones sería de unos kilómetros,
pero la distancia social era mayor, y no se dejaba recorrer ni en bicicleta ni
en autobús. Kajsa era un sueño, una imagen en mi cabeza, una estrella en el firmamento.
Entonces sucedió algo.
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