Cuando tomé la precipitada
decisión de vivir en Marruecos, no imaginaba que, en un país que había
recorrido en varias ocasiones y que siempre me había parecido desértico,
pudiese llover tanto. Sin embargo, aquel invierno que pasé en Mimoun llovió
durante semanas enteras. El viento se ensañaba con las ramas de los árboles, y
las ramas de los árboles, al moverse, torturaban mi imaginación. Conseguían,
con su triste sonido, trastornar mis sentimientos y arrastrarme a estados de
ánimo más propios de un adolescente que del hombre que, ya por entonces, era.
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