Lo imagino a la edad de dieciocho
años, regresando a casa desde el frente, a su pequeña ciudad de las llanuras,
como el personaje de Krebs en la historia de Hemingway «El hogar del soldado».
«La gente parecía pensar que era bastante ridículo que Krebs regresara tan tarde»,
después de que la recepción de los héroes hubiera terminado, escribió
Hemingway. «Su ciudad había oído demasiadas historias de atrocidades para
conmoverse por realidades”
No me gusta la política de Dole,
aunque observándolo en la televisión del bar me siento cada vez más atraído por
él, con su brazo lisiado y su noble esfuerzo por ocultarlo, su tensa expresión
de dolor perpetuamente sofocado. El brazo es como un compañero --el muñeco del
ventrílocuo robando el espectáculo, burlándose de las insoportables
repeticiones de su discurso electoral. «¿Puede cerrar el trato con el pueblo
americano?», quiere saber un presentador. Y otro pregunta sobre su «ira interior»
y su «profundo sarcasmo sobre la existencia».
Cuando Dole comparte la escena
con Clinton, mi simpatía por él se acentúa. El impenitente optimismo de Clinton
me incomoda. Su luminosa risa, con la cabeza echada hacia atrás, parece
vagamente peligrosa. Al igual que Samuel Coates, el director del primer asilo para
dementes de Norteamérica, he llegado a desconfiar de «la incertidumbre de toda
exaltación humana».
No hay comentarios:
Publicar un comentario