De El Nadador de Cheever, p.136-137
''La bella lingua"
Wilson Streeter, como muchos
americanos que viven en Roma, estaba divorciado. Trabajaba en el departamento
de estadísticas de la F. R. U. P. C., y vivía solo. Aunque mantenía una
discreta vida social con otros expatriados y con los romanos que frecuentan
estos círculos, no conseguía practicar el italiano, porque en su despacho
utilizaban el inglés durante todo el día y los italianos con los que se reunía
hablaban inglés mucho mejor que él italiano. Pero estaba convencido de que para
entender a Italia tenía que hablar italiano. Lo hablaba bastante bien cuando
sólo se trataba de comprar algo o de hacer una gestión, pero él quería ser
capaz de expresar sus sentimientos, de contar chistes, y de poder entender las
conversaciones en los tranvías y en los autobuses. Tenía clara conciencia de
que estaba construyendo su vida en un país que no era el suyo y de que dejaría
de considerarse un extranjero tan sólo cuando conociera el idioma.
Para el turista la experiencia de
viajar a través de un país extraño se sitúa en el límite del pretérito perfecto.
Incluso mientras los días pasan, han sido los días en Roma, y todas las cosas
-los paisajes, los recuerdos, las fotografías y los regalos- tienen un carácter
conmemorativo. Incluso mientras el viajero espera el sueño en su cama del
hotel, esas noches han sido las noches en Roma. Para el expatriado, en cambio,
no existe el pretérito perfecto. Está incapacitado
para situar ese tiempo en otro país y en relación con otra ciudad o lugar que
fue y pueda ser de nuevo su bogar permanente; vive en un presente continuo e
inexorable. En lugar de acumular recuerdos, tiene que esforzarse por aprender
un idioma y comprender a unas gentes. Unos y otros sólo se ven de pasada en la
Piazza Venezia : los expatriados, cuando la atraviesan camino de sus lecciones
de italiano; y los turistas, porque ocupan, previa reserva, las mesas de las
terrazas, y beben Campari, el típico aperitivo romano, como les han indicado.
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