De La hija de la amante de AM Homes, p.76-77
Crecí convencida de que todas las
familias eran mejores que la mía. Crecí observando sobrecogida a las demás familias, capaz a duras penas de soportar las
sensaciones, el placer casi pornográfico de presenciar intimidades tan nimias. Me
mantenía al margen, sabiendo que por mucho que te incluyan -te inviten a comer,
te lleven de viaje con ellos- nunca eres la titular, eres siempre la “amiga”,
la primera a la que dejan atrás.
El cine está lleno de familias,
parejas, jóvenes y viejos. Encuentro un asiento libre en la mitad de una fila:
todos se levantan para dejarme pasar. Estoy sentada sola en el cine, claramente
consciente de que no quiero pasar el resto de mi vida sola, asustada de pensar
que nunca conseguiré construirme una vida, de que estoy demasiado rota para
establecer vínculos con otra persona.
La película, basada de una novela
de Thomas Keneally, relata la historia real de Oskar Schindler, un empresario alemán,
un nazi, un mujeriego, que en última instancia cambió por completo y salvó la
vida de mil cien judíos. La veo pensando en Norman, Norman como Schindler.
Alemán, católico, carismático, encantador, luchando con el bien contra el mal.
Veo al comandante del campo de prisioneros Goeth, que dispara a los judíos para
hacer prácticas de tiro, y pienso en el carácter aleatorio e imprevisible de la
historia. Ni siquiera los que parecen decentes
o incluso heroicos lo son; son humanos, profundamente deficientes. Se trata de
la degradación del alma, de la lucha por mantener un pequeño sentido de la propia
identidad entre tantas pérdidas, por mantenerse vivos en un campo de
exterminio, por seguir siendo humano y un ser vivo incluso en la muerte. Son
los cristianos contra los judíos, la división de familias, curiosamente pertinente.
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