Derrumbe de Eduardo Menéndez Salmón, p. 187
-Consumamos -dijo Vera-. Esta tarde. Gastemos dinero porque sí, por el puro placer de rodearnos de cosas. Démonos un festín. ¿Quieres un televisor nuevo? -preguntó mirando a su padre-. Comprémoslo. ¿Quieres un viaje a Barbados? -preguntó mirando a su madre-. Vayamos, hagámoslo. Armani, Kenzo, Panasonic, Bulgari, Nokia, Philips, Apple, Mercedes Benz. Hermanémonos. Esta tarde. Sí. Comamos y luego subamos al coche, los tres, para derrochar el sueldo de papá de los dos últimos meses. Me compraré ropa interior musical. ¿De qué os reís? Existe. Lo sé. He oído hablar de ella. Todo aquello que puedas desear ya existe, alguien lo habrá ideado incluso antes de que tú lo soñaras. Están por todas partes -y Vera hizo un gesto vago, como si espantara moscas, mientras en su pecho la fotografía de Humberto ardía en su pequeño holocausto-: en nuestros dormitorios y baños, en nuestros lugares de trabajo y de recreo; ellos, los hacedores de mundos, los auténticos y únicos demiurgos, los constructores de cuchillas de afeitar, tuberías de plomo, diafragmas invisibles al escáner.
-Consumamos -dijo Vera-. Esta tarde. Gastemos dinero porque sí, por el puro placer de rodearnos de cosas. Démonos un festín. ¿Quieres un televisor nuevo? -preguntó mirando a su padre-. Comprémoslo. ¿Quieres un viaje a Barbados? -preguntó mirando a su madre-. Vayamos, hagámoslo. Armani, Kenzo, Panasonic, Bulgari, Nokia, Philips, Apple, Mercedes Benz. Hermanémonos. Esta tarde. Sí. Comamos y luego subamos al coche, los tres, para derrochar el sueldo de papá de los dos últimos meses. Me compraré ropa interior musical. ¿De qué os reís? Existe. Lo sé. He oído hablar de ella. Todo aquello que puedas desear ya existe, alguien lo habrá ideado incluso antes de que tú lo soñaras. Están por todas partes -y Vera hizo un gesto vago, como si espantara moscas, mientras en su pecho la fotografía de Humberto ardía en su pequeño holocausto-: en nuestros dormitorios y baños, en nuestros lugares de trabajo y de recreo; ellos, los hacedores de mundos, los auténticos y únicos demiurgos, los constructores de cuchillas de afeitar, tuberías de plomo, diafragmas invisibles al escáner.
Cuando su hija calló, Valdivia
tembló de amor. «Ríe, Vera», pensó. «Nunca dejes de hacerlo. Nunca.»
Y sin embargo, en su corazón
generoso, comprendió que aquella risa era sólo una máscara, que Vera estaba
llorando por su edad, por su tiempo, por todo cuanto ya, tan joven, resultaba
irrecuperable.
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