El buen Antonio Machado, a punto
de caer Barcelona, cuando era ya inminente la derrota en la Guerra Civil,
escribió lo siguiente: «Se ignora que el valor es virtud de los inermes, de los
pacíficos -nunca de los matones-, y que a última hora las guerras las ganan
siempre los hombres de paz, nunca los
jaleadores de la guerra. Sólo es valiente quien puede permitirse el lujo de la
animalidad que se llama amor al prójimo, y es lo específicamente humano ... Por
eso no he contado tan solo la ferocidad de quienes lo mataron -los supuestos ganadores
de esta guerra-, sino también la entrega de una vida dedicada a ayudar y a
proteger a los otros.
Si recordar es pasar otra vez por
el corazón, siempre lo he recordado. No he escrito en tantos años por un motivo
muy simple: su recuerdo me conmovía demasiado para poder escribirlo. Las veces
innumerables en que lo intenté, las palabras me salían húmedas, untadas de lamentable materia lacrimosa, y siempre he
preferido una escritura más seca, más controlada, más distante. Ahora han
pasado dos veces diez años y soy capaz de conservar la serenidad al redactar esta
especie de memorial de agravios. La herida está ahí, en el sitio por el que
pasan los recuerdos, pero más que una herida es ya una cicatriz. Creo que
finalmente he sido capaz de escribir lo
que sé de mi papá sin un exceso de sentimentalismo, que es siempre un riesgo
grande en la escritura de este tipo. Su caso no es único, y quizá no sea el más
triste. Hay miles y miles de padres asesinados en este país tan fértil
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