Disparó y la cabeza rebotó y vio
cómo los ojos se nutrían por última vez de un sorbo de luz y cómo luego se iban
tiñendo de sombras -sombras en las que pudo ver su propio reflejo con el brazo
aún extendido- y cómo finalmente se apagaban igual que una estrella lejana que
parpadea con inusitada fuerza antes de extinguirse para siempre concentrando en
ese último brillo todo lo que un día fue: su esplendor, su mérito, su
excelencia: la asombrosa y asombrada evidencia de haber sentido, de haber
gozado, de haber reído: de haber sido.
Luego se acercó al hombre y lo
rodeó y olió su sangre fresca y se llevó a la boca un rastro de huesos y de
cuero cabelludo y allí erguido, en pie como un tótem oscuro, en la habitación
apenas iluminada por la luz de gasa de las viejas farolas de época, cualquiera que
lo hubiera visto mientras saboreaba aquel puñado de materia confusa habría
sentido la tentación de escapar muy lejos y muy deprisa.
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