Derrumbe de Eduardo Menéndez Salmón, p.69
Meses más tarde, mientras la
noche ardía y como un duelista aguardaba la muerte con los ojos abiertos, Humberto
aún tuvo tiempo para comprender que todo había comenzado allí, un mediodía de
primavera, durante la visita a CORPORAMA.
El furor por los parques
temáticos recorría entonces la espina dorsal del planeta como un calambre. Así
como durante el terror del año 1000 proliferaron supersticiones y profecías de
todo signo, la euforia del año 2000, una euforia que bien pronto se mostró vana
e incluso absurda, regaló, todo a lo ancho y a lo largo del globo, un nutrido
abanico de parques temáticos que
celebraban la plasticidad de la cultura y la versatilidad del talento humano.
De pronto, fue como si al hombre le asaltara una prisa demoníaca por parcelar la
realidad y procurar gigantescos resúmenes a propósito de su acervo estético, su
dominio de la naturaleza y sus conquistas técnicas.
Ciertamente la empresa no era
nueva, pero la magnitud del empeño sí resultaba desconocida. Desde hacía poco
más de un lustro, los parques temáticos ya no eran patrimonio exclusivo de las
grandes metrópolis. Chicago, Roma, Moscú, Kioto o Johannesburgo compartían sus exposiciones con ciudades de trescientos
mil, cien mil e incluso cincuenta mil habitantes, ciudades que recibían
abrumadas de gratitud las copias de tan magnas exhibiciones de poder y gloria. Había
llegado la hora solemne de la democratización del saber.
Es probable que, en sus inicios,
el fenómeno resultara prosaico, poco imaginativo, incluso burdo. Se idearon
parques temáticos sobre el cosmos, sobre los océanos, sobre especies
extinguidas, sobre civilizaciones antiguas o sobre disciplinas deportivas. Sin
embargo, de forma paulatina se fue avanzando hacia una progresiva abstracción
de los contenidos, las claves estudiadas
se hicieron más sutiles, los enunciados perdieron grosor pero ganaron en
profundidad. Así nacieron los parques temáticos sobre el dolor, la lujuria, la
maternidad, el fascismo o la felicidad.
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