Borges esencial, p. 235-236
En la parte inferior del escalón,
hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor.
Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una
ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del
Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin
disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas
cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el
populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada
telaraña en el cenero de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era
Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un
espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un
traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el
zaguán de una casa en Fray Bentos, vi
racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos
ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que
no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el
pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol,
vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio,
la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo
solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y
perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un
poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi
dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos
espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una
playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los
sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate
de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el
suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos,
vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un
cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles,
precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado
monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había
sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje
del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos,
vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la
cierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque
mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los
hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
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