A las seis de la mañana, Pinhas
Solal, alias Comeclavos, bajó vestido de la hamaca que le servía de cama en el
sótano que le servía de habitación. Descalzo, pero como de costumbre con levita
y chistera, abrió el tragaluz y aspiró, con los ojos cerrados, las fragancias de
jazmín y madreselva mezcladas con efluvios marinos. En homenaje a la belleza de
su isla natal, se descubrió ante el paisaje que apareció en el rectángulo del
tragaluz, saludó gravemente al mar liso y refulgente, donde retozaban tres
delfines, a los grandes olivos plateados y, en lontananza, a los cipreses que
montaban guardia ante la ciudadela de los antiguos podestás.
-¡Oh, Cefalonia, adiós te dice el
más desdichado de tus hijos!
Como para despedirse de sí mismo,
se contempló en el cristal resquebrajado que, arrimado a la pared, le servía de
espejo. Exhalando hondos suspiros, admiró cuanto de su apariencia muy pronto jamás
tornaría a ver, admiró su largo y descarnado cuerpo de tísico, su ahorquillada
y sardónica barba, sus mugrientos piezazos que tanto amara, sus enormes manos,
amalgama de huesos, pelos y abultadas venas, su remendada levita y su
deshilachada chistera. Al esbozar una amarga sonrisa mostró sus largos dientes
amarillentos, tan separados como los dedos de sus pies. Sí, aquel vigésimo octavo
día de marzo iba a ser el funesto día de su óbito.
-¡Adiós, queridos aspectos de mi
persona! -dijo a su imagen en el espejo.
¡Así acababan, ay, todos los
genios, en la miseria y el suicidio!
No hay comentarios:
Publicar un comentario