El cuento de la criada, Margaret Atwood, p. 175
Mientras lo decía, adelantaba la
barbilla. La recuerdo así, con la barbilla prominente y una copa delante de
ella, en la mesa de la cocina; no tan joven, seria y bonita como aparecía en la
película, pero fuerte, valiente, la clase de anciana que no permitiría que
alguien se colara delante de ella en la cola del supermercado. Le gustaba venir
a mi casa a tomar un trago mientras Luke y yo preparábamos la cena, y contarnos
lo que funcionaba mal en su vida, que siempre se convertía en lo que funcionaba
mal en la nuestra. En aquel tiempo tenía el pelo canoso, por supuesto. Jamás se
lo habría teñido. ¿Por qué aparentar?, decía. De todos modos, para qué lo quiero,
no quiero a ningún hombre a mi lado, no sirven para nada, excepto por los diez
segundos que emplean en hacer medio bebé. Un hombre es, sencillamente, el instrumento de una mujer para hacer otras
mujeres. No digo que tu padre no fuera un buen chico y todo eso, pero no estaba
preparado para la paternidad: Y no es que yo pretendiera eso de él. Haz tu
trabajo y luego esfúmate, le dije, yo tengo un sueldo decente y puedo ocuparme
de ella. De modo que se fue a la costa y me enviaba postales por Navidad. Tenía
unos hermosos ojos azules. Pero a todos les falta algo, incluso a los guapos. Es como si siempre estuvieran
distraídos, como si no lograsen recordar exactamente quiénes son. Miran mucho
al cielo. Y pierden el contacto con la realidad. No tienen ni punto de
comparación con las mujeres, salvo que son mejores arreglando coches y jugando
al fútbol, que es justamente lo que necesitamos para el progreso de la raza
humana, ¿verdad?
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