Un puesto militar en tiempo de
paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y
otra vez. El mismo plano de un campamento contribuye a dar una impresión de
monotonía. Cuarteles enormes de cemento, filas de casitas de los oficiales,
cuidadas e idénticas, el gimnasio, la capilla, el campo de golf, las piscinas
... todo está proyectado ciñéndose a un patrón más bien rígido. Pero quizá sean
las causas principales del tedio de un puesto militar el aislamiento y un
exceso de ocio y seguridad; ya que si un hombre entra en el ejército sólo se
espera de él que siga los talones que le preceden.
Y a veces pasan también en una
guarnición ciertas cosas que no deben volver a ocurrir. Hay en el Sur un fuerte
donde, hace pocos años, se cometió un asesinato. Los participantes en esa
tragedia fueron: dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un
caballo.
El soldado de este lance se llama
Ellgee Williams. Se le veía a menudo al caer la tarde, sentado, solo, en uno de
los bancos que bordeaban el paseo con los cuarteles. Era un lugar agradable,
con dos largas hileras de arces jóvenes que cubrían el césped y el paseo de
sombras frescas, delicadas, movidas por el viento.
En primavera, las hojas de los
árboles eran de un verde luminoso que, al llegar los meses de calor, tomaban un
matiz más oscuro, sosegado. Al final del otoño eran de un oro encendido. Allí
solía sentarse el soldado Williams esperando la llamada al rancho de la tarde.
Era un soldado joven y silencioso, y en el cuartel no tenía amigos ni enemigos.
A su cara redonda y curtida por el sol
asomaba cierto aire de vigilante inocencia. Sus labios eran llenos y rojos, y
los mechones de su pelo caían castaños y lacios sobre su frente.
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