Pretenciosidad, Dan Fox, p. 135
Es un axioma que la
pretenciosidad no le sienta bien a nadie. Pero medimos su calibre con
instrumentos sesgados. Los criterios con los que calibramos la autenticidad y
la pretenciosidad varían notablemente. Los críticos de la pretensión acuden a palabras
como «lógica», «razón» y “los hechos» para hacer que sus valoraciones parezcan
objetivas. El fiscal que acusa de pretensión -y que, como es obvio, se
considera a sí mismo un dechado de realismo en posesión de una inteligencia
cultivada y esclarecida- considera que en alguna parte del mundo existe un artículo genuino que la cosa o persona
pretenciosa aspira a ser sin lograrlo porque se queda corta o exagera.
La pretensión es el nombre de la
galería de paredes blancas. de elegante estética minimalista, en la que
resolvemos a tortazos nuestras diferencias sobre cuestiones de clase o de
juicio. Enfrenta al amateur con el profesional en un juego amañado por la
tradición los títulos y la validación institucional. Pincha la palabra
«pretencioso» y saldrá en tropel todo un bestiario de ansiedades de clase: el
temor a que se te suban los humos y la vigilancia policial que se ejerce contra
todo sospechoso de intentar abandonar sus orígenes sociales. La palabra se
retuerce hasta amoldarla a nuestras respuestas emocionales con respecto a las desigualdades
económicas o sociales y se emplea como contraseña en discusiones sobre la
autenticidad, el elitismo y el populismo. En las artes, la pretenciosidad es el
marchamo de brujería que emplean los mandarines culturales en sus intrigas para
mantener a raya al populacho indeseable. Es una forna de decir que el arte
contemporáneo es un «timo» y que las películas con subtítulos son «dificiles»,
esto es: que no apelan a todo el mundo y que, por lo tanto, deben dirigirse a
ese tipo de gente que cree que está por encima del resto. Esa clase de gente a
la que le gustan las películas francesas, chinas o mexicanas porque se niegan a
dar la cara por el supuesto pragmatismo perspicaz de su patria frente a las
pseudointelectualidades que vienen de allende los mares. Quienes no se sienten
seguros en el terreno intelectual deslizan la palabra «pretencioso» para cerrar
de un portazo cualquier conversación que no pueden seguir, cuando decir
sencillamente «no lo sé» o preguntar “¿puedes explicármelo?» habrían sido formas
más elegantes de confesar que estaban en la inopia. Machacar a alguien
aduciendo que es un pretencioso revela, ironías de la vida, el rastro de una
arrogancia vergonzante más que de un ejercicio de humildad. El insulto
«pretencioso» se despacha como un eufemismo traicionero de rechazo hacia la
diferencia sexual, un sinónimo de «afeminamiento» o «dandismo». Empleada en
las discusiones sobre género, sexualidad y raza, la denuncia de pretensión se
convierte prontamente en una medida de lo antediluviana que es la mentalidad
del acusador.
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