Pienso como un genio, escribo
como un autor distinguido y hablo como un niño. Durante mi carrera docente en
Norteamérica, desde mero lector a profesor titular, nunca he facilitado a mi
auditorio ni una parcela de información que no estuviese preparada de antemano
en forma de nota mecanografiada que tenía ante la vista en el atril. Mis
balbuceos y tartamudeos cuando me pongo al teléfono motivan que los
interlocutores de larga distancia pasen de dirigirse a mí en su inglés nativo a
hacerlo en un francés patético. En las reuniones, cuando trato de entretener a
los invitados con una anécdota interesante, me veo obligado a repetir una y
otra frase para matizar y hacer incisos. Hasta el sueño que le describo a mi
mujer durante el desayuno no pasa de ser un borrador.
Dadas estas circunstancias, creo
que a nadie se le ocurriría pedirme que me someta a una entrevista, si por “entrevista”
se supone una charla entre dos seres humanos normales. Pues bien, lo han
intentado por lo menos dos veces hace ya tiempo, y en una ocasión en presencia
de un magnetófono; y cuando me volvieron a pasar la cinta y acabé de reírme,
decidí que Nunca en la vida volvería a
repetir esa hazaña. Hoy día tomo todas las precauciones necesarias para estar
seguro de que el golpe que reciba del abanico del mandarín será digno.
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