El Palacio de la Luna de Paul Auster, p.119-120
Hoy, como nunca antes; los
vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los
borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los absolutamente
miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en
los malos.
Algunos mendigan con una
apariencia de orgullo. Dame ese dinero, parecen decir, y pronto volveré a estar
entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi rutina cotidiana. Otros
han renunciado a la esperanza de salir algún día de su marginalidad. Están ahí
despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza o una caja, sin
molestarse siquiera en mirar al transeúnte, demasiado derrotados como para dar
las gracias a quienes dejan caer una moneda ante ellos. Otros tratan por lo
menos de trabajar para ganarse el dinero que les dan; el ciego vendedor de
lápices, el borracho que te lava el parabrisas del coche. Algunos cuentan
historias, generalmente trágicos relatos de su propia vida, como para dar a sus
benefactores algo a cambio de su bondad, aunque sean sólo palabras .
Otros tienen verdadero talento.
Por ejemplo, el viejo negro de hoy que bailaba claqué mientras hacía malabarismos
con cigarrillos, aún digno, claramente en otro tiempo un artista de variedades,
vestido con un traje morado, una camisa verde y una corbata amarilla, la boca
fija en una sonrisa teatral a medias recordada. También están los que hacen
dibujos con tizas en la acera y los músicos: saxofonistas, guitarristas, violinistas.
Ocasionalmente, incluso te encuentras con un genio, como me ha ocurrido a mí
hoy: Un clarinetista de edad indefinida, con un sombrero que le oscurecía la
cara, sentado en la acera con las piernas cruzadas a la manera de un encantador
de serpientes. Justo delante de él había dos monos de cuerda, uno con una
pandereta y el otro con un tambor. Mientras uno sacudía y el otro golpeaba,
marcando un extraño y preciso ritmo, el hombre improvisaba infinitas y
minúsculas variaciones con su instrumento, balanceando el cuerpo rígidamente hacia
adelante y hacia atrás, imitando enérgicamente el ritmo de los monos. Tocaba
con garbo y elegancia, vivas y ondulantes figuras en tono menor, como si estuviera
contento de encontrarse alli con sus amigos mecánicos, encerrado en el universo
que él mismo había creado, sin levantar los ojos ni una sola vez. Seguía y seguia, al final siempre lo mismo, y
sin embargo cuanto más le escuchaba más me costaba marcharme. Estar dentro de
esa música, ser atraído al círculo de sus repeticiones: quizá ése sea un lugar
donde uno pueda al fin desaparecer.
Pero los mendigos y los artistas
constituyen sólo una pequeña parte de la población vagabunda. Son la
aristocracia, la élite de los caídos. Mucho más numerosos son quienes no tienen
nada que hacer, ningún sitio adonde ir.
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