De El impostor de Javier Cercas, p.93
La
portería de la tía Ramona se hallaba frente a los cuarteles de Lepanto y,
durante las primeras semanas o meses, Marco se limitó a espiar la realidad
desde su ventana, según cuenta él mismo en uno de los textos autobiográficos o
pseudoautobiográficos que envió a la Amical de Mauthausen tras el
descubrimiento de su impostura. Espiaba los desfiles militares, animados por
los himnos de los vencedores y presididos por los estandartes y banderas
franquistas que poco tiempo atrás había visto ondear en las mañanas luminosas
al otro lado de las trincheras; espiaba las procesiones, viacrucis y actos de desagravio
a los símbolos religiosos abolidos durante la República, entre hileras de
hombres arrodillados y mujeres con mantilla que portaban grandes cirios
encendidos, y espiaba las legiones de brazos haciendo el saludo romano que la
multitud levantaba en las calles; espiaba, en fin, el ir y venir de la gente en
aquella ciudad hambrienta, prostituida y pisoteada por la doble tiranía de la
Iglesia y los falangistas, corrompida económica y moralmente, humillada y
saqueada por la rapacidad y la arrogancia de los vencedores, donde sólo tres
años antes la ciudadanía en armas había aplastado una sublevación militar y
donde el mismo pueblo exaltado que durante toda la guerra había luchado por la libertad, con un
coraje y una grandeza que habían admirado al mundo, se había convertido en un pueblo
roto, servil, cobarde y desposeído, un pueblo de cestas vacías y cabezas bajas,
de pícaros, colaboracionistas, delincuentes, delatores, sobornados y campeones
del estraperlo, un pueblo exiliado en su propia ciudad, en medio de la cual él sabía
que iba a ahogarse porque no soportaría la forma de vida bárbara, abyecta y
claustrofóbica que el nuevo régimen quería imponer, a pesar de lo cual quiso
permanecer en ella para luchar por la justicia y la dignidad como siempre lo
había hecho, manteniéndose fiel a los ideales libertarios de su adolescencia
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