De El impostor de Javier Cercas, p. 228-229
La historia de don Quijote es la
historia de un simple hidalgo llamado Alonso Quijano que, poco antes de cumplir
cincuenta años, tras haber llevado una existencia insuficiente, mediocre y tediosa
encerrado en un poblachón de la Mancha, decide mandarlo todo al diablo,
reinventarse como caballero andante y lanzarse a vivir una vida de héroe, una
vida idealista y pletórica de coraje, de honor y de amor; la historia de Marco
es parecida: la historia de un simple mecánico llamado Enrique Marco que, poco
después de cumplir cincuenta años, tras haber llevado durante la mayor parte de
su vida una existencia insuficiente, mediocre y tediosa encerrado en un taller de
Barcelona, decide mandarlo todo al diablo, reinventarse como un héroe civil y
lanzarse a vivir una vida de héroe civil, una vida idealista y pletórica de
coraje, de honor y de amor. Pero hay más. Alonso Quijano es un narcisista, que
inventa a don Quijote para no conocerse a sí mismo o para no reconocerse, para
ocultar, tras la grandeza épica de don Quijote, la ramplona pequeñez de su vida
pasada y la vergüenza que siente por ella, para poder vivir a través de don
Quijote la vida virtuosa e intensa que nunca ha vivido; por su parte, el narcisismo
de Marco inventa primero a Enrique Durruti o a Enrie Batlle o a Enrique Marcos,
al irreductible obrero libertario y resistente antifranquista y líder de la
CNT, y luego a Enrie Marco, el deportado de Flossenbürg y líder de la Amical de
Mauthausen y combatiente antinazi, para esconder tras esa máscara heroica la
mediocridad de su vida pasada y la vergüenza que siente por ella, para poder
vivir, primero a través de Enrique Durruti o Enrie Batlle o Enrique Marcos y
luego a través de Enrie Marco, la vida grande, virtuosa e intensa que nunca ha
vivido. A punto de llegar a los cincuenta años Alonso Quijano dejó de llamarse
prosaicamente Alonso Quijano y empezó a llamarse poéticamente don Quijote de la
Mancha, dejó los cuidados cotidianos de su ama y su sobrina por el amor imposible
y radiante de Dulcinea, dejó las rutinas insípidas de su casa por las sabrosas
incertidumbres de los caminos y las ventas de España y dejó su pobre vida de
hidalgo por la vida pródiga en aventuras de un caballero andante; de igual
modo, poco después de llegar a los cincuenta años Marco dejó de llamarse Marco
y empezó a llamarse Marcos, dejó a una inmigrante mayor, andaluza y sin
cultura, por una joven culta, elegante Y medio francesa, dejó un suburbio
obrero de Barcelona por un suburbio burgués y dio de lado su vida tediosa de
mecánico por una vida apasionante de líder sindical y paladín de la libertad
política, la justicia social y la memoria histórica.
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