Casi todos ellos sabían la hora
muy inexactamente guiándose por las comidas, que eran impuntuales e
irregulares: se entretenían con los juegos más pueriles a lo largo del día, y
una vez oscurecido se quedaban dormidos por acuerdo tácito, sin esperar a una
hora determinada de oscuridad, porque no tenían medios de saber la hora exacta;
en realidad había tantas como prisioneros. Cuando se inició su tiempo de
prisión reunían tres buenos relojes entre treinta y dos hombres, y un
despertador de segunda mano y poco fiable, o eso afirmaban, al menos, los
dueños de los relojes. Los dos de pulsera fueron los primeros que
desaparecieron: sus propietarios abandonaron
la celda a las siete en punto una mañana --o a las siete y diez, según el
despertador- y poco después, unas horas más tarde, los relojes reaparecieron en
la muñEca de dos de los guardianes.
Quedaba el despertador y un reloj
de plata, grande, anticuado y con leontina, que pertenecía al alcalde de
Bourge. El despertador era propiedad de un maquinista que se llamaba Pierre, y
un sentimiento de rivalidad brotó entre los dos hombres. Consideraban que el
tiempo era pertenencia suya y no de los veintiocho hombres restantes. Pero
existían dos horas, y cada uno de los rivales defendía la suya con terrible
pasión.
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