Anatomía de un instante de J. Cercas, p.425-426
Diecisiete horas y media de
vejaciones en el hemiciclo del Congreso fueron un correctivo suficiente para la
clase política, que pareció encontrar una súbita madurez forzosa, aparcó por un
tiempo las furiosas rencillas intrapartidarias y la furiosa rapacidad de poder
que habían servido para crear la placenta del golpe, dejó de especular con
turbias operaciones de ingeniería constitucional y no volvió a mencionar
gobiernos de gestión o concentración o salvación o unidad ni a involucrar de
ningún modo al ejército en ellos; no menos duro fue el correctivo para la
mayoría del país, la que había aceptado con pasividad el franquismo, se había
ilusionado primero con la democracia y luego parecía desengañada: bruscamente
se evaporó el desencanto y todos parecieron redescubrir con entusiasmo las
bondades de la libertad, y quizá la mejor prueba de ello es que año y medio
después del golpe una mayoría desconocida de españoles decidió que no habría
reconciliación real entre ellos hasta que los herederos de los perdedores de la
guerra gobernasen de nuevo, permitiendo una alternancia en el poder que acabó
de amarrar la democracia y la monarquía. Éste es otro efecto secundario que
resulta difícil no añadir parcialmente a la cuenta del 23 de febrero: a
principios de 1981 todavía costaba trabajo imaginar al partido socialista
gobernando España, pero en octubre del año siguiente llegó al poder con diez
millones de votos y todos los parabienes de la monarquía y del ejército, de los
empresarios y los financieros y los periodistas, de Roma y Washington. Es verdad: nada de lo anterior ocurrió gracias
al golpe, sino a pesar del golpe; no ocurrió porque el golpe triunfase, sino
porque fracasó y porque su fracaso convulsionó el país y pareció cambiarlo de
cuajo.
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