El 5 de julio de 1996 mi hija se
volvió loca. Tenía quince años y su desmoronamiento marcó un momento crucial en
la vida de ambos. «Me siento como si estuviera viajando sin parar, sin ningún
sitio al que volver », dijo en un momento de lucidez, mientras se dirigía hacia
algún lugar que yo no era capaz de soñar o imaginar. Yo quería agarrarla y
hacerla regresar, pero no había retorno. De repente, toda posible comunicación entre
los dos se había desvanecido. Parecía imposible. Ella había aprendido a hablar
conmigo; había oído sus primeros cuentos de mí. Experiencias indelebles,
pensaba yo. Y, sin embargo, de la noche a la mañana, nos habíamos convertido en unos extraños.
Mi primer impulso fue echarme la
culpa. Como era previsible, traté de averiguar los errores que había cometido, en
qué le había fallado; pero eso no era suficiente para explicar lo que había
pasado. Nada lo era. Durante un tiempo deposité mis esperanzas en los médicos,
y entonces comprendí que, aparte de la relativamente estrecha realidad clínica
de sus síntomas, los doctores apenas sabían más de su enfermedad que yo. Los
mecanismos que subyacen en las psicosis, descubriría, siguen estando tan
envueltos en el misterio como lo han estado siempre.
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