De La parte inventada de Rodrigo Fresán, p.477-478
Asi que, de nuevo, con la actitud de quien cree que está
rompiendo algún récord olímpico, él vuelve a correr a la velocidad con la que
alguna vez caminaba rápido. Está, sí, en la última de esas edades frontera: en
algún lugar donde sólo se alza un triste hotel de carretera entre los cincuenta
y los sesenta años y por el que nunca se volverá a pasar. Esa década espectral
en la que, de pronto, dejan de suceder tantas cosas. Y dejan de sucederá para
siempre. Los rasgos del hombre maduro todavía no han dejado de ser los que han
sido hasta ahora; pero, ah, ya comienzan a ser los que serán: los del hombre ya
no tan firme y como licuándose, como en los principios de un deshielo sin
marcha atrás. Mirarlo fijo, verlo pasar
a él a toda pero tan poca velocidad, piensa, debe producir la mareante sensación
de contemplar una foto desenfocada. Una de esas fotos movidas o con las pupilas
rojas que ya no existen, que ya no se toman y que ni se sacan ni se espera su
revelado. Ahí va entonces. Corriendo en cámara
lenta, pero no como en esas películas y series en las que la lentitud es el
recurso para mostrar la ultravelocidad.
No, lo suyo no es un efecto especial sino (¿cuántas veces usó ya este torpe
juego de palabras?) un defecto especial. Ahí va. Respirando por la boca, por el
esfuerzo. Como si no estuviese de pie y moviéndose, sino sentado y quieto.
Aunque, lo mismo, de pie y moviéndose. Como alguna vez se sintió, tanto tiempo
atrás, sosteniendo cualquiera de sus muchas novelas favoritas. Con los ojos muy
abiertos y con uno de esos libros que, con el paso veloz del tiempo, con el
correr del tiempo, de entrada, te imponen el peaje de aprenderlo todo de nuevo:
un flamante juego de reglas, una respiración propia cuyo ritmo hay que asimilar
y seguir si lo que se quiere es arribar
a la orilla en la cima de la última página.
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