De Mis dos mundos, de Sergio Chejfec, p.121-122
Entonces, por un lado no encontraba motivos para no ponerme a escribir en el Café do Lago, pero por el otro es verdad que desde hacía tiempo había empezado a sentir una especie de precaución, o inseguridad, cuando en alguno de los pocos bares que tengo cerca de mi casa, después de ciertos preparativos, me disponía a abrir mi cuaderno. Me sentía amenazado, o muy observado. En realidad eran todas ideas mías, nadie se fijaba en mí ni en nadie. Hasta que una tarde, hará cosa de dos o tres años, después de concentrarme en la idea de la amenaza porque no podía sobreponerme a ella, mientras los demás clientes del café leían o escribían despreocupados, sin duda una buena cantidad de ellos eran también escritores, advertí que en realidad ocurría otra cosa, aunque parecida: lo que yo tenía era vergüenza. Me avergonzaba escribir, un sentimiento que todavía se mantiene. Y como todo lo vergonzante, si uno lo quiere poner en práctica no tiene más opción que hacerlo a escondidas.
Durante mucho tiempo consideré la escritura como una labor privada, que sin embargo debe hacerse pública en algún momento porque de lo contrario sería muy difícil que subsista, en particular y en general. Pero la vergüenza no sólo derivaba de dedicarme a algo privado ante la vista de todos, sino también de hacer algo improductivo, una cosa medianamente inútil y bastante banal. Sentía que hablarían de mí como alguien de personalidad veleidosa, capaz de perder su tiempo sin preocuparse de nada, alejado de cualquier interés relevante. Y como yo me conocía demasiado bien, no podía sino darles la razón por adelantado. Por lo tanto mi principal preocupación no pasaba por superar mis defectos y mis insensatas ilusiones de escritura, sino por no ser descubierto. A eso se reducía la vida, podía decir, mientras me acercaba a un cumpleaños crucial: a no ser descubierto. Cada quien tiene su mentira vital, sin la cual la existencia diaria y acostumbrada se desmoronaría; la mía consistía en los simulacros, de la literatura en este caso.
De tanto adoptar una actitud de escritor, había terminado siéndolo; y ahora, en una especie de pánico retrospectivo me aterrorizaba que me descubrieran, justamente cuando podía considerar despejados casi todos los peligros. Y el temor se reflejaba en lo más básico, como siempre, la faena manual y la circunstancia anónima. Ya no temía no ser publicado, ni vivir alejado del éxito o del reconocimiento, ya sabía que esas cosas estarían siempre a mi alcance, para bien o para mal; temía que alguien, pasando al lado de mi cuaderno abierto, me desenmascarara como un simple y deliberado impostor. Las hojas de mi cuaderno no contendrían frases, ni siquiera palabras, sólo dibujos que buscaban simular caligrafías, o páginas repetidas con la palabra “qué”, sobre todo “cómo”, o con sílabas desconectadas que nunca hacían sentido.
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