De Bloomsbury, de Leon Edel, p.106-107
«Aquella casa, que encerraba tantas muertes, pobre de mí», exclamó Henry James que conocía a Leslie Stephen desde los años sesenta. A «la hermosa Julia, pálida, trágica», ¿cómo olvidarla? «Era hermosamente bella —escribió—, y su belleza junto con su condición eran elementos activos, prácticos, que producían los mejores resultados para todos. El no verla más supone un placer de menos en la vida.» El novelista americano, con su estilo elegíaco, dijo de Julia que había sido cuna fuerza absolutamente preciosa a favor del bien. No sabía qué pensar de un mundo que «no pudo hacer nada con ella... más que suprimirla». La bella Julia había sido el centro de la casa; daba clase a sus hijos en la habitación de arriba y mantenía unida aquella gran familia doble cuando, de repente, cogió la gripe y murió al cabo de una semana, probablemente a causa de tantos embarazos. Quizá por el esfuerzo agotador de mantener su hermosa compostura. ¿Quién podría decirlo? Fue descrita como «una mezcla de madonna y mujer de mundco. Will Rothenstein había dicho de las hijas: “Con lo hermosas que eran, no lo eran más que su madre”.
Cuando James habló de «la casa de todas las muertes» aludía a la súbita muerte de la hermanastra de las niñas Stephen, Stella HilIs, muerte que ocurrió dos años después de la de Julia durante un embarazo, y a la agonía prolongada de Sir Leslie a causa del cáncer (dos años más tarde, inesperadamente, murió el joven Thoby en Bloomsbury). El número 22 era la casa de la desolación, una casa de espíritus. Leslie Stephen estuvo al borde de una depresión nerviosa durante meses, se apoyó en sus hijas como se había apoyado en Julia y tomó la actitud de la madre ausente en vez de la del padre estructurador. Hizo a sus hijas partícipes de su pesar de tal forma que sus amigos le advirtieron que el luto perpetuo era pernicioso para las jóvenes, a las que se les debía permitir vivir. Las adolescentes se asfixiaban cuando su padre se sentaba en la antigua habitación de los niños, con su larga barba, su rostro lúgubre, su pesar patente, sus lágrimas. Era Job en Kensington. La vida continuaba obstinadamente en la vieja casa a pesar del luto. Vanesa se ocupaba de la despensa, la ropa y los criados; las hermanas competían con las inseguras personalidades masculinas de sus hermanastros Duckworth que impregnaban de un erotismo desconcertante las habitaciones oscuras.
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