LA MAGDALENA
De Por la parte de Swan de Marcel Proust, p. 53
Hacía ya muchos años que —de Combray— todo lo que no era el teatro y el drama de mi acostar había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, al regresar a casa, mi madre —viendo que tenía frío— me propuso que, contra mi costumbre, tomara un poco de té. Al principio lo rechacé y —no sé por qué— después cambié de idea. Mandó ir a buscar uno de esos bizcochos, pequeños y rechonchos, llamados «magdalenas» y que parecen moldeados en la acanalada valva de una vieira y, abrumado por aquel día sombrío y la perspectiva de un triste mañana, no tardé en llevarme maquinalmente a los labios una cucharada de té, en la que había dejado ablandarse un trozo de magdalena, pero en el preciso momento en que me tocó el paladar el sorbo mezclado con migas de bizcocho me estremecí, atento al extraordinario fenómeno que estaba experimentando. Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin que tuviera yo idea de su causa. Al momento me había vuelto indiferentes —como hace el amor— las vicisitudes de la vida, sus inofensivos desastres, su ilusoria brevedad, colmándome de una esencia preciosa: o, mejor dicho, esa esencia no estaba en mí. sino que era yo Había cesado de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde podía proceder aquel intenso alborozo? Yo sentía que estaba vinculada al gusto del té y del bizcocho, pero que lo superaba infinitamente, que no debía de ser de la misma naturaleza.
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