Te quiero más que a la salvación de mi alma
PROUSTIANA
De Por la parte de Swan, de Marcel Proust, p. 202-202
Así, con frecuencia me quedaba hasta el amanecer pensando en el tiempo de Combray, en mis tristes veladas sin sueño, en tantos días también cuya imagen me había devuelto más recientemente el sabor —lo que en Combray habríamos llamado el «perfume» — de una taza de té y, por asociación de recuerdos, en lo que, muchos años después de haber abandonado aquel pueblo, había sabido sobre un amor de Swann antes de que yo naciera, con esa precisión en los detalles más fácil de lograr a veces en relación con la vida de personas muertas hace siglos que con la de nuestros mejores amigos y que parece imposible —como imposible parecía hablar de una ciudad a otra— mientras se desconoce el medio gracias al cual se ha sorteado esa imposibilidad. Todos esos recuerdos, sumados unos a otros, formaban ya una sola masa, pero no por ello dejaba de poder distinguirse entre ellos —entre los más antiguos y los más recientes, nacidos de un perfume, después los que eran tan sólo los de otra persona que me los había comunicado—, ya que no fisuras, fallas auténticas, al menos esos veteados, esas amalgamas de coloración, que en ciertas rocas, en ciertos mármoles, revelan diferencias de origen, de edad, de «formación».
Cierto es que, al acercarse la madrugada, hacía mucho que se había disipado la breve incertidumbre de mi despertar. Sabía en qué alcoba me encontraba efectivamente y —ya fuera orientándome tan sólo con la memoria o con la ayuda de un débil resplandor vislumbrado, al pie del cual situaba yo las cortinas de la ventana— la había reconstruido en torno a mí en la obscuridad y amueblado, entera, como un arquitecto y un tapicero que conservan la abertura primitiva de las ventanas y las puertas, y había vuelto a colocar los espejos y a situar la cómoda en su lugar habitual. Pero apenas trazaba el día —y ya no el reflejo de una última brasa en una varilla de cobre con el que lo había yo confundido— en la obscuridad, y como con tiza, su primera raya blanca y rectificativa, la ventana abandonaba, junto con sus cortinas, el marco de la puerta, en el que la había yo situado por error, mientras que, para dejarle sitio, el escritorio, que mi memoria había instalado torpemente ahí, se desplazaba a escape empujando ante él la chimenea y apartando la pared medianera del pasillo: donde un instante antes se encontraba el tocador reinaba un patinillo y la morada que había yo reconstruido en las tinieblas, ahuyentada por aquel pálido signo que había trazado por encima de las cortinas el dedo alzado del alba, había ido a reunirse con las vislumbradas en el torbellino del despertar.
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