Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DE LA CRITICA LITERARIA

De Por la parte de Swan, de Marcel Proust, p. 51-52
«Sí, allí estaba Bergotte», respondió el Sr. de Norpois, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia mí con cortesía, como si, con su deseo de ser amable para con mi padre, atribuyese a todo lo que se refería a él verdadera importancia e incluso a las preguntas de un muchacho como yo, a quien resultaba inusitado recibir trato tan educado de personas de la edad del embajador. «Lo conoce usted?», añadió, al tiempo que clavaba en mí esa mirada clara cuya penetración admiraba Bismarck.
«Mi hijo no lo conoce, pero lo admira mucho», dijo mi madre.
«Huy, Dios mío!», dijo el Sr. de Norpois (quien, cuando vi que lo que yo colocaba miles y miles de veces por encima de mí, lo que me parecía más elevado del mundo, estaba para él en lo más bajo de la escala de sus admiraciones, me inspiró dudas más graves sobre mi propia inteligencia que las que me desgarraban habitualmente). «Yo no comparto ese modo de ver. Bergotte es lo que yo llamo un flautista; por lo demás, toca su instrumento admirablemente —hay que reconocerlo—, aunque con mucho manierismo, afectación. Pero, a fin de cuentas, tan sólo es eso, lo que no es gran cosa. Nunca encontramos en sus obras sin garra lo que podríamos llamar el armazón. Carecen de acción —o es muy poca—, pero sobre todo de fuerza. Sus libros fallan por la base o,
mejor dicho, carecen de la menor base. En una época como la nuestra en la que la complejidad cada vez mayor de la vida apenas deja tiempo para leer, en la que el mapa de Europa ha sufrido modificaciones profundas y está en vísperas de sufrir otras aún mayores tal vez, en la que se plantean por doquier tantos problemas amenazadores y nuevos, convendrán ustedes conmigo en que tenemos derecho a pedir a un escritor que no sea simplemente un hombre culto capaz de hacemos olvidar con consideraciones ociosas y bizantinas sobre méritos puramente formales la posibilidad de vernos invadidos de un instante a otro por una doble ola de bárbaros: los de fuera y los de dentro. Ya sé que eso es blasfemar contra la sacrosanta escuela de lo que esos señores llaman el Arte por el Arte, pero en nuestra época hay tareas más urgentes que la de disponer palabras de forma armoniosa. La de Bergotte es a veces —no lo niego— bastante seductora, pero en conjunto todo eso es muy escaso, pobre y poco viril. Ahora comprendo mejor, remitiéndome a su admiración totalmente exagerada de Bergotte, las líneas que me ha enseñado usted antes y que sería muy impropio por mi parte no pasar por alto, puesto que, según ha dicho usted mismo con toda sencillez, eran simples garabateos de niño» (lo había dicho, en efecto, pero no creía ni palabra). «Todo pecado es digno de misericordia y sobre todo los de juventud. Al fin y al cabo, otros, además de usted, cargan con otros semejantes en su conciencia y no es usted el único que se haya creído poeta en su momento. Pero en lo que me ha enseñado usted se ve la mala influencia de Bergotte. Evidentemente, no le extrañará si le digo que todas sus cualidades estaban ausentes de ese texto, puesto que él ha adquirido maestría en el arte —totalmente superficial, por lo demás— de cierto estilo del que a su edad no puede usted contar ni siquiera con un rudimento. Pero se trata ya del mismo defecto: ese contrasentido de alinear palabras muy sonoras y sólo en segundo término preocuparse del fondo. Es como colocar la carreta delante de los bueyes. Incluso en los libros de Bergotte todas esas pejigueras formales, todas esas sutilezas de mandarín delicuescente me parecen muy vanas.

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