De De Retrato de un hombre inmaduro, de Luis Landero, p.51 ss.
Para Chua, con amor
¿Le sorprende que le hable de mi matrimonio en estos términos extravagantes? Pero es que en nosotros casi todo es así. En realidad, somos dos desconocidos, dos extraños que se encontraron y decidieron viajar juntos por no hacer solos el camino. Yo creo que nunca hemos formado una pareja con vínculos sentimentales sino una pequeña empresa de servicios domésticos. Y es que el oficio que no hicieron los sentimientos lo hizo muy pronto la costumbre. Ésa es mi teoría. Ni siquiera tuvimos ocasión de distanciarnos. No, más bien nos fuimos diluyendo en la rutina como dos galletas en el mismo café. Por otro lado, estamos unidos por nuestras peores cualidades —es decir, por nuestras carencias y defectos— y eso de algún modo nos hace inseparables.
¿Y no hubo, se preguntará usted, algún momento romántico, al menos al principio, durante el noviazgo? Sí, también yo me lo pregunto y de nuevo me asalta la irrealidad. No lo sé, pero sí recuerdo, por hablar de algo concreto y no extraviarnos en lo general, cómo era y qué representaba al principio su boca. Sólo su boca. Ella, claro está, la usaba para seducir. Recuerdo sus sonrisas —un catálogo de cuatro, cinco modelos—, sus suspiros, sus mohínes pícaros o inocentes, los labios que al entreabrirse, o al refrescarse con la lengua, o al mordisqueárselos, insinuaban la promesa de placeres sin cuento. Luego, aquella boca ociosa, hecha para el deleite, fue cambiando su función.
Un día me quedé asombrado de la eficacia con que aquella boca masticaba. Y de la precisión con que manejaban los cubiertos aquellas manos hasta entonces también seductoras y ociosas, y hechas para el placer. Sostenía los cubiertos casi verticales sobre el plato, con la punta de los dedos, y cortaba la carne en trozos muy menudos, y lo mismo hacía con las patatas. Luego pinchaba un trozo de cada y se los llevaba velozmente a la boca. Los dientes molían con rapidez y determinación. Muy seria, los labios fruncidos, y toda ella concentrada en lo suyo/En su virtuosismo, cambiaba los pedazos de carne de lugar, o hacía girar el filete buscando el mejor corte, o amontonaba o dispersaba las patatas, según un orden estricto y secreto. Usaba a veces el cuchillo de pala y el tenedor de soporte para manipular las porciones, y no dejaba nunca de masticar y abastecerse, siempre con igual aplicación y competencia. «¡Dios mío!», me dije, «qué ha sido de aquella boca gentil y encantadora, de aquellas manos que parecían hechas para el aire?» Y donde digo boca o manos, ponga usted lo que quiera, cualquier parte de su cuerpo, ayer placentero y hoy meramente funcional.
Por lo demás, déjeme decirle, y con esto acabo, que yo prefiero las escenas de sofá a las de cama. Más la picardía que el delito. El aperitivo más que las legumbres. De tarde en tarde, en absoluta oscuridad y perfecto silencio, nos metemos en la cama y vergonzosamente nos apresuramos a hacer el amor, pero luego yo me la casco sin prisas pensando que hago travesuras adolescentes con ella en el sofá. En la cama, por otro lado, es casi inaccesible. ¿Cómo decir? Hurta sus encantos a las caricias, misteriosamente. Vas a tocar sus senos y te encuentras con el hombro; donde tenían que estar sus nalgas, por no se sabe qué escorzo aparece el peralte de sus caderas. Y en cuanto a, en fin, ya usted me entiende, sencillamente desaparece, está y ya no está, visto y no visto, pura magia, créame.
,‘Y qué más podría contarle? Nada. Cuando comemos juntos, comentamos las comidas; si el telediario, glosamos las noticias; si paseamos por el campo, describimos el paisaje. Siempre frases muy breves y muy cargadas de razón. De modo que siempre estamos de acuerdo en todo. Y así seguimos yendo por el mismo camino, sin saber adónde ni por qué.
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