CAPÍTULO 1
Oíase un lejano cascabeleo que parecía volar sobre la nieve. Y se acercaba aquel son ligero y alegre. Una voz habló desde el fondo del carro:
—iPues no habíamos equivocado el camino!
Y respondió, desabrido, el hombre que iba a pie, al flanco del tiro:
—Todavía no lo sé.
—lEsas campanillas parecen del correo!
—Todavía no lo sé.
—El correo que anochecido llega a Daoz.
—Todavía no lo sé.
—Ayer le hemos visto entrar en la plaza.
—Digo que todavía no lo sé.
Para terminar chascó el látigo sobre las orejas de las mulas. Era un viejo encanecido en la vida de contrabandista, silencioso, pequeño y duro. Caminaba a la cabeza del tiro, embozado en la manta y fumando un cigarro de Virginia. Las ruedas se enterraban en la nieve, y las mulas, bajo el restallido del látigo, se tendían con una tristeza resignada y penitente. Aquel camino era una trocha a través de la sierra, entre quebradas y peñascales. Algunas veces el carro se atascaba, y para ayudar a empujarle, salían del interior dos mujeres y un mozo. Allá lejos, por la altura blanca de nieve, apareció un jinete, apenas una sombra negra, que venía trotando. El contrabandista rezongó:
Te quiero más que a la salvación de mi alma
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