Minima moralia, TW Adorno, p. 19
El hijo de padres acomodados que, no importa si por talento o por debilidad, se entrega a lo que se llama un oficio intelectual como artista u hombre de letras, se encuentra entre aquellos que llevan el detestable nombre de colegas en una situación particularmente difícil. No se trata ya de que se le envidie su independencia o que se desconfíe de la seriedad de sus intenciones y se sospeche en él a un enviado encubierto de los poderes establecidos. Semejante desconfianza revela sin duda un resentimiento, pero que la mayoría de las veces encontraría su justificación. Los verdaderos obstáculos están en otra parte. La ocupación con las cosas del espíritu se ha convertido con el tiempo «prácticamente» en una actividad con una estricta división del trabajo, con ramas y numeras clausus. El materialmente independiente que la escoge por aversión a la ignominia de ganar dinero no estará dispuesto a reconocerlo. Se lo tienen prohibido. Él no es ningún «profesional», ocupa un rango en la jerarquía de los concurrentes como diletante sin importar cuáles son sus conocimientos y, si quiere hacer carrera, tendrá además que ganar en la más resuelta estupidez si cabe al más tozudo de los especialistas. La suspensión de la división del trabajo a la que se siente inclinado y le capacita para crearse dentro de ciertos límites su estabilidad económica está particularmente mal vista: delata la resistencia a sancionar la función prescrita por la sociedad, y la competencia triunfante no admite tales idiosincrasias. La departamentalización del espíritu es un medio para deshacerse de él ahí donde no viene ex officio establecida su función.
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