El malogrado, Thomas Bernhard, p. 82
Al principio nos había espantado
ver las esculturas, aquel monumentalismo estúpido de mármol y granito, y
Wertheimer, sobre todo, había retrocedido, pero Glenn había afirmado en seguida
que las habitaciones eran las habitaciones ideales y, a causa de los
monumentos, todavía más ideales para nuestro objeto. Las esculturas eran tan
pesadas, que fracasábamos al intentar mover la más pequeña, nuestras fuerzas no
bastaban y, sin embargo, no éramos debiluchos, los virtuosos del piano son
personas fuertes con una resistencia inmensa, muy en contra de la opinión
general. Glenn, al que todos creen, todavía hoy, de la constitución más débil
imaginable, era un tipo atlético. Hundido ante el Steinway y tocando, parecía
un inválido, y así lo conoce todo el mundo musical, pero todo el mundo musical
sufre un engaño completo, pensé. A Glenn se le describe, en todas partes, como
inválido y debilucho, como alguien espiritualizado, al que sólo se concede la
invalidez y la hipersensibilidad que hace causa común con esa invalidez, pero
era realmente un tipo atlético, mucho más fuerte que Wertheimer y yo juntos,
eso lo habíamos vuelto a ver en seguida cuando se puso a cortar, con sus
propias manos, un fresno que había ante su ventana y que, como él mismo lo
expresó, le estorbaba para tocar el piano. Serró el fresno, que tenía un
diámetro de medio metro al menos, él solo, no nos dejó acercarnos en absoluto
al fresno, troceó también en seguida el fresno y apiló los troncos contra la
pared de la casa, el típico norteamericano, había pensado yo entonces, pensé.
Apenas había serrado Glenn el fresno que, al parecer, le estorbaba, había
tenido la idea de correr sencillamente las cortinas de su habitación, y de
bajar las persianas. Hubiera podido ahorrarme cortar el fresno, dijo, pensé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario