Treinta y dos casas, cuatro hoteles rurales, una iglesia, ningún bar. Una aldea tan insignificante que a menudo se confunde con el último barrio de Cóbreces o con el primero de Oreña. Poco más de dos kilómetros cuadrados de extensión; treinta y cinco metros de altitud sobre el nivel del mar; ciento veintiún días de lluvia al año. Un arroyo casi sin agua que viene a morir a los acantilados. Un mar casi siempre gris. Un cielo que puede ser muchos cielos en un mismo día, virando rápidamente del gris al blanco y del blanco al azul y del azul de nuevo al gris. Muchos verdes distintos en la hierba, en las copas de los árboles, en los maizales. De vez en cuando, un puñado de vacas negras y blancas, pastando. Un tractor que viene y va. Ninguna persona. Nada parecido a una plaza, a un ayuntamiento, a un centro social: solo algunos bancos de madera dispersos por los caminos, casi siempre vacíos. Vacíos los bancos y vacíos también los caminos. Eso es Toñanes: un censo de doscientas ochenta vacas y cien personas -jqué vamos a ser cien!, dice Lola Valdés, meneando la cabeza; eso era antes, nene, ¡ ahora ni cincuenta quedaremos!-. Antes: noventa y cuatro habitantes según el Catastro de Ensenada, ochenta y tres según el censo de Aranda, ciento veinte según el Madoz, noventa y seis según la Wikipedia; cincuenta o menos de cincuenta según Lola Valdés -es porque no hay trabajo, hijo. ¿Aquí qué van a hacer, los jóvenes? ¿Aquí quién te va a criar un niño?-.
Te quiero más que a la salvación de mi alma
INCIPIT 1.295. LO DEMAS ES AIRE / JUAN GOMEZ BARCENA
Treinta y dos casas, cuatro hoteles rurales, una iglesia, ningún bar. Una aldea tan insignificante que a menudo se confunde con el último barrio de Cóbreces o con el primero de Oreña. Poco más de dos kilómetros cuadrados de extensión; treinta y cinco metros de altitud sobre el nivel del mar; ciento veintiún días de lluvia al año. Un arroyo casi sin agua que viene a morir a los acantilados. Un mar casi siempre gris. Un cielo que puede ser muchos cielos en un mismo día, virando rápidamente del gris al blanco y del blanco al azul y del azul de nuevo al gris. Muchos verdes distintos en la hierba, en las copas de los árboles, en los maizales. De vez en cuando, un puñado de vacas negras y blancas, pastando. Un tractor que viene y va. Ninguna persona. Nada parecido a una plaza, a un ayuntamiento, a un centro social: solo algunos bancos de madera dispersos por los caminos, casi siempre vacíos. Vacíos los bancos y vacíos también los caminos. Eso es Toñanes: un censo de doscientas ochenta vacas y cien personas -jqué vamos a ser cien!, dice Lola Valdés, meneando la cabeza; eso era antes, nene, ¡ ahora ni cincuenta quedaremos!-. Antes: noventa y cuatro habitantes según el Catastro de Ensenada, ochenta y tres según el censo de Aranda, ciento veinte según el Madoz, noventa y seis según la Wikipedia; cincuenta o menos de cincuenta según Lola Valdés -es porque no hay trabajo, hijo. ¿Aquí qué van a hacer, los jóvenes? ¿Aquí quién te va a criar un niño?-.
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