Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte. Hace mucho que las vacaciones han pasado y el nuevo año está todavía lejos; la proximidad de la nada es inhabitual.
El lunes 23 de noviembre, Bastien
Doutremont decidió ir al trabajo en metro. Al apearse en la estación de Porte
de Clichy, vio enfrente la inscripción de la que le habían hablado varios
colegas los días anteriores. Eran un poco más de las diez de la mañana; el
andén estaba desierto.
Se fijaba desde la adolescencia
en los grafitis del metro parisino. A menudo los fotografiaba con su iPhone
anticuado: debían de ir por la generación 23, él se había quedado en la 11.
Clasificaba las fotos por estaciones y por líneas y les destinaba muchas
carpetas en su ordenador. Era una afición, si se quiere, pero él prefería la
expresión en principio más suave pero en el fondo más brutal de pasatiempo.
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