Bloomsbury, Leon Edel, p. 105
«¡Aquella casa, que encerraba
tantas muertes, pobre de mí», exclamó Henry James que conocía a Leslie Stephen desde
los años sesenta. A «la hermosa Julia, pálida, trágica», ¿cómo olvidarla? «Era
hermosamente bella -escribió-, y su belleza junto con su condición eran elementos
activos, prácticos, que producían los mejores resultados para todos. El no
verla más supone un placer de menos en la vida.» El novelista americano, con su
estilo elegíaco, dijo de Julia que había sido «una fuerza absolutamente preciosa
a favor del bien». No sabía qué pensar de un mundo que «no pudo hacer nada con ella
... más que suprimirla». La bella Julia había sido el centro de la casa; daba
clase a sus hijos en la habitación de arriba y mantenía unida aquella gran
familia doble cuando, de repente, cogió la gripe y murió al cabo de una semana,
probablemente a causa de tantos embarazos. Quizá por el esfuerzo agotador de mantener
su hermosa compostura. ¿Quién podría decirlo? Fue descrita como «una mezcla de
madonna y mujer de mundo». Will Rothenstein había dicho de las hijas: «Con lo
hermosas que eran, no lo eran más que su madre.»
Cuando James habló de «la casa de
todas las muertes» aludía a la súbita muerte de la hermanastra de las niñas Stephen,
Stella Hills, muerte que ocurrió dos años después de la de Julia durante un
embarazo, y a la agonía prolongada de Sir Leslie a causa del cáncer ( dos años más
tarde, inesperadamente, murió el joven Thoby en Bloomsbury). El número 22 era
la casa de la desolación, una casa de espíritus. Leslie Stephen estuvo al borde
de una depresión nerviosa durante meses, se apoyó en sus hijas como se había
apoyado en Julia y tomó la actitud de la madre ausente en vez de la del padre
estructurador. Hizo a sus hijas partícipes de su pesar de tal forma que sus
amigos le advirtieron que el luto perpetuo era pernicioso para las jóvenes, a
las que se les debía permitir vivir.
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