El último hombre blanco, Nuria Labari, p. 43
La mujer se cubre los pechos y el
sexo con las manos y arquea un poco la espalda para tratar de esconder lo que
queda a la vista, para disculparse por lo que queda a la vista. Esa mujer intenta
ocultar su cuerpo porque siente vergüenza de él y porque sabe que allí adonde
se dirige no puede acompañarla. Tiene que esconderlo a toda costa. Lo que no
puede ocultar ahora es su rostro, una mueca que es grito y aullido, un desgarro
con el que clama justicia y compasión y que nadie atenderá jamás. El fresco es
de Masaccio, de 1424, y retrata la expulsión
del Paraíso. Se supone que la mujer tiene un berrinche porque ha perdido su
jardín, pero lo que está pasando es que a esa mujer le están arrancando su
cuerpo. Dios, su padre, su amante o su jefe de departamento han empezado a
arrancarle la piel a tiras. A su lado camina un hombre que se tapa la cara con
las manos y llora de dolor. Él tiene su sexo descubierto y lo único que intenta
ocultar es su fracaso. Por eso se tapa los ojos con las manos, para no verlo y
para no verse. Ella quiere ser invisible para los demás, él desearía no ver
nunca en quién se ha convertido. Ella siente vergüenza de su cuerpo mientras él
sabe que ha perdido el suyo para siempre y llora con la vergüenza de quienes se
dan por vencidos. No clama justicia, ni siquiera compasión para él o para su
compañera. Él no esconde su sexo ni su cuerpo, porque no es capaz de
reconocerse en su cuerpo. Él cree que es su pensamiento y sus acciones, y oculta
su cabeza porque esa es su genuina vergüenza. Caminan juntos, como si sus
destinos estuvieran unidos, pero no se miran ni se tocan, cada uno avanza
centrado en su propia tragedia, no tienen ojos para nadie más.
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