El mago, Colm Tóibín, p.121
Venecia, 1911
Thomas estaba solo en una butaca
de pasillo, hacia el centro del auditorio de Múnich, cuando Gustav Mahler
condujo la orquesta a un pasaje mudo que sumió la sala en un silencio total,
alzando las dos manos como si quisiera mantenerlo y controlarlo. Más tarde
contaría a Thomas, a quien había invitado a asistir al ensayo, que si conseguía
aquel silencio justo antes de la primera nota, entonces podía hacer cualquier
cosa. Pero rara vez se alcanzaba. Siempre había algún ruido imprevisto, o los
músicos eran incapaces de contener el aliento tanro tiempo como él deseaba. No
exigía un simple silencio, afirmaba, sino instantes en los que no hubiera nada
en absoluto, puro vacío.
Mientras se hallaba al mando en
el estrado, el compositor era casi delicado. Sus movimientos daban a entender
que lo que buscaba no se conseguiría con grandes gestos. Al contrario, se
trataba de elevar la música a partir de la nada, de que los miembros de la
orquesta prestaran atención a lo que había antes de que empezaran a tocar. A
Thomas le pareció que trataba de reducir la intensidad de la interpretación
señalando a algunos músicos para que se moderaran. Luego Mahler abrió los brazos
como si pretendiera atraer la música hacia sí. Indicó a los músicos que tocaran
tan bajo como les permitieran los instrumentos.
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