Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

VIRGINIA Y VANESSA


Bloomsbury, Leon Edel, p. 96

Las dos hermanas Stephen eran más que «guapas». Leonard dijo que «su belleza le dejaba a uno literalmente sin respiración». Las conoció en las habitaciones de Thoby cuando fueron con su padre a visitar a su hermano, al que las dos adoraban. Su primera visita fue probablemente la que quedó descrita en una carta que escribió Virginia a una amiga: las hermanas fueron a Cambridge con motivo de la Semana de Mayo y estuvieron en el baile del Trinity, donde conocieron a Clive Bell. Hubo una segunda visita en 1901. En la habitación de Thoby, Leonard observó a Virginia y Vanessa como si fueran retratos en una galería de arte. Iban vestidas de blanco con grandes sombreros, e irradiaban «limpieza» e interés por las cosas, una mezcla de timidez, curiosidad y ostentación de valor. «De repente, al verlas, uno se quedaba atónito.» Era como encontrarse cara a cara con un Rembrandt o un Velázquez; las comparó también con los templos griegos. El joven judío, que provenía de una familia matriarcal, sentía adoración por cierta clase de mujeres, y aquellas señoritas victorianas, adecuadamente acompañadas por su primo -director del Newham College-, en cuya casa residían muy como debía ser, representaban objetos exquisitos de veneración. Su primo las había llevado a tomar · el té a ]as habitaciones de Thoby, donde se encontraban los amigos de éste para conocerlas a ellas y a su formidable padre. El mismo Thoby -el Godo- revoloteaba en medio de aquella escena de sociedad, tan alto como su padre pero dando la sensación de ser mucho más grande a causa de su corpulencia y masculinidad clásicas. Ante las hermanas Stephen, y especialmente Vanessa, Leonard se sintió en presencia de una «belleza asombrosa», mientras que Lytton, que por constitución era incapaz de asombro ante el encanto femenino, sólo las encontraba «guapas». Leonard recordó: «Era casi imposible para un hombre no enamorarse de ellas y creo que yo me enamoré inmediatamente.” Su reserva -¿o quizá la de Leonard?- las hacía parecer inalcanzables, como un espejismo, con sus vestidos victorianos, su animada charla, sus delicados cutis arrebolados de rosa. Eran como diosas griegas, «era como enamorarse del retrato que hizo Rembrandt de su mujer, de la pintura de Velázquez de una infanta o del templo de Segesta». Pasarían años antes de que Leonard viese realmente  aquella belleza no como pintura o arquitectura, sino en carne y hueso.


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