La tierra de la gran promesa, Juan Villoro, p. 102
Nunca olvidaría los ojos
descomunalmente abiertos del cineasta, sus manos grandes de luchador, su voz
levemente rasposa. En la oscuridad de un cine, le gustaba ver el cono luminoso
que salía de la cabina de proyección y en el que flotaban corpúsculos de polvo
que parecían chispas. La voz de Buñuel tenía esa cualidad, un resplandor
nimbado de impurezas.
A los quince años, gracias al
amigo de un amigo, logró colarse a la tertulia de La Veiga. Bebió un café con
leche en un vaso de vidrio grueso mientras el viejo león expresaba su deseo de
filmar como quien dirige un sueño. Aquella tarde contó que cuando el cine llegó
a Zaragoza la gente se asustaba con los movimientos y tenía que hacer un enorme
esfuerzo físico para seguirlos:
-Acababan agotados; ir al cine
era como ir al gimnasio. Ahora pongo el mismo empeño en soñar. Dormir cansa -se
llevó a los labios una bebida que en su inexperiencia Diego no alcanzó a descifrar;
lo hacía despacio, como si bebiera mercurio.
Buñuel hablaba con seguridad pero
en un tono llano, ajeno a cualquier alarde. Tenía una extraña forma de ser,
simultáneamente, simbólico y literal. Un amigo le diría años después que
cualquier frase de Buñuel podía ser entendida "a la francesa" o
"a la aragonesa", en clave metafórica o con granítico realismo.
Esa tarde, el cineasta contó la
leyenda de un pintor que comía cerdo crudo para tener las pesadillas que luego
pintaba. El más célebre de sus cuadros se llamaba, precisamente, La pesadilla.
En ese lienzo, la cabeza de un caballo asoma tras una cortina para espiar a una
mujer que yace desmayada bajo el influjo de una criatura demoniaca. Buñuel
describió el cuadro en detalle y elogió el deseo del pintor de concebir pesadillas
comiendo cerdo crudo y comentó que él se conformaba con el jamón serrano.
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