La tierra de la gran promesa, Juan Villoro, p. 104
Los comensales de otras mesas,
jóvenes estudiantes y miembros de la colonia española que bebían cantidades
ingentes de Anís del Mono, veían al genio como a un parroquiano al que se ha
visto muchas veces sin saber de quién se trata. Esa naturalidad lo ayudó a
sentirse un poco menos nervioso, pero olvidó soplarle al café con leche y se
quemó el paladar. Al recordar la escena, sentía la boca herida como un rito de
iniciación. Había estado ante el amigo de García Lorca y Dalí que llevaba
piedras en los bolsillos para defenderse de las agresiones en el estreno de Un
perro andaluz, el manipulador erótico que le prometió a Catherine Deneuve que
no la desnudaría y la convenció de ponerse un camisón transparente, logrando
una imagen más sensual, la de un cuerpo entrevisto tras un velo ... Diego no se
sintió ante un "artista", sino ante algo más natural y misterioso.
Buñuel abrumaba como si fuera un peñasco, un árbol, un abismo. Tenía una manera
directa y simple de ser portentoso. Hablaba del sueño como de una mesa, algo
que podía modificar con esas manos grandes que habían calzado guantes de
boxeador. Diego no olvidó sus ojos. Demasiado abiertos, demasiado vivos. Su
mayor truco consistía en cerrarlos. La cabeza del maestro disminuía cualquier
almohada. Una cabeza de campesino, difícil de romper.
Estuvo ahí hasta que Buñuel se
despidió para ir a dormir la siesta. Vivía cerca de La Veiga, en una dirección
digna de su filmografía, cerrada de Providencia. Su silueta se recortó contra
la luz sucia de Insurgentes. Un hombre alto, de pelo escaso y hombros cargados.
Un anciano fuerte.
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