La tierrra de la gran promesa, Juan Villoro, p.236
Una y otra vez, Diego había
enfrentado en Barcelona la opulencia del buen gusto, categoría incómoda para
alguien acostumbrado a pensar en el papel corrosivo de la fortuna. En las
óperas del Liceo y los montajes del Lliure había visto suficientes alardes en foros rotatorios
para preguntarse si la escenografía giraba por necesidad o porque podía girar. La
abundancia de recursos era muchas veces superflua, pero rara vez contradecía la
estética.
En una ocasión acompañó a un
fotógrafo de espectáculos a un restaurante sin ventanas, con las paredes
tapizadas en fieltro verde, un sitio claustrofóbico donde se reunían
arquitectos y escritores de éxito. Antes de subir al restaurante, bebieron unas
copas de pie, en el bar de la planta baja. Sin el menor empacho, su amigo tiró
la colilla de su cigarro al suelo alfombrado. Diego pensó que lo hacía por
descuido y se agachó de inmediato a recogerla. El otro tuvo que explicarle que estaban
ante una tradición del lugar. Cada mes renovaban el tapete minuciosamente
quemado, listo para el desperdicio. En ese momento, Diego entendió que lo suyo
era el subdesarrollo. Jamás se sentiría cómodo ante esos lujos.
En otra ocasión, Jaume le pidió
que lo acompañara a un "incordio terrible" que resultó ser el coctel
de una entidad bancaria en la Sagrada Familia. Veinte edecanes, vestidas con trajes
sastres corporativos, les dieron la bienvenida. Le parecieron tan hermosas como
si él hubiera seleccionado a cada una de ellas. Las chicas ofrecieron estéticos
canapés de contenido indescifrable: comestibles rectángulos de colores. También
eso le pareció excesivo.
Detestaba la vulgaridad de
Adalberto Anaya, aún más notoria ante la controlada estética catalana. La
detestaba porque en cierta forma la compartía. En muchas circunstancias sentía que
lo único vulgar de Barcelona era él.
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