Fue un verano raro, tórrido, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York. Soy estúpida con esto de las ejecuciones. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas del metro hediondas, con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro.
Creía que debía de ser lo peor
del mundo. Nueva York ya era un suplicio. A las nueve de la mañana, el aparente
frescor húmedo del campo que de alguna manera calaba durante la noche se
evaporaba como el último coletazo de un sueño dulce. Grises como espejismos al
fondo de sus desfiladeros de granito, las calles calientes temblaban al sol,
las capotas de los coches hervían y centelleaban, y el polvo seco, cargado de
escoria, se me metía en los ojos y me bajaba por la garganta.
Seguí oyendo hablar de los
Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que no pude pensar en nada más.
Igual que la primera vez que vi un cadáver. Durante semanas, la cabeza del cadáver
-o lo que quedaba de ella- aparecía flotando detrás de los huevos con beicon de
mi desayuno y de la cara de Buddy Willard, que de entrada fue el culpable de
que lo viera.
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