Los papeles de Puttermesser, Cynthia Ozick, p. 248-249
-Elige lo que quieras -ofreció Puttennesser.
Pero Lidia, distraída, en estado de trance, caminaba
boquiabierta entre las largas hileras de freezers con sus altas puertas de
vidrio empañadas, detrás de las cuales había pilas de espinaca, de brócoli, de
porotos, de pimientos y de arvejas en vistosas bolsas de plástico que parecían
a punto de reventar. Sus pequeñas narinas palpitaban mientras pasaba frente a
las brillantes cajas de cereales y ordenadas filas de relucientes frascos de
aceitunas, pickles y mostazas, de cajones de frutillas y de melones. Y cuando
Puttermesser extendió su mano para tomar un paquete de queso, Lidia emitió un susurro
furtivo.
-¡Nol!No llevar!
-¿Qué te sucede? Es queso Jarlsberg, te gustará.
-¡Nos verán!
-Por Dios, no estarnos bajo vigilancia, vinimos a comprar, ¿entiendes?
Se hizo evidente que Lidia Klavdia Girshengornova había creído
que se hallaban en una sala de exposiciones. En Moscú, explicó, solían
organizar cada canto ferias y exposiciones deslumbrantes: una gran caverna
pública reservada para gargantuélicas demostraciones de abundancia, integradas en
su mayor parte por productos importados, rigurosamente vigiladas. Cientos de
personas acudían para ver y asombrarse. Robar de un exhibidor, dijo Lidia,
aunque fuese el producto más pequeño, podía llevarte a la cárcel. La refugiada
tenía otros temores. Creía que el teléfono se hallaba intervenido; estaba
convencida de que siempre había un "oyente" oficial de guardia.
Ignoraba el poliéster y se sorprendió de que las sábanas jamás se plancharan.
Estaba persuadida de que cada transacción debía estar acompañada de una
"dádiva". Sus escuches y cajas eran cornucopias de chales, bufandas,
paños coloridos de todos los tamaños; cucharones y cucharas de madera talladas
a mano y barnizadas en rojo y negro y decoradas con flores; feos pero
ingeniosos patitos Y vacas de yeso; muñecas huecas con forma de huevo, sin
brazos ni piernas, y que contenían una muñeca más pequeña cada una hasta llegar
a la última, que era una ínfima Pulgarcita. Cada mejilla de madera tenía
pintada un círculo rojo y cada cabeza redonda una babushka.