Páginas escogidas, Ferlosio, p. 230
Habiendo caído yo una tarde de
domingo hace más de treinta años, y por las más indiferentes, inertes y
azarosas circunstancias, en el solitario y bastante abandonado zoo de Lyon y
habiéndome parado aburridamente a contemplar -acaso sólo por la arraigada rutina
de una antigua deferencia, por un ya vacuo y formulario resto de respeto y
cortesía hacia el que en otro tiempo por no menos que por Rey de la selva solía
vender su vida-, y en exclusiva compañía de un francés desconocido, que en
ostensible actitud de no menor nonchalance
lo miraba, al león en su jaula, vimos ambos de pronto, por entre los arbustos
que nos separaban de los barrotes tras los que la fiera levantaba el hondo y
prolongado bostezo de sus fauces hacia el gris del domingo provinciano,
deslizarse, espléndida de gracia, de sigilo y de libertad, una gran rata; a su
vista, a los dos se nos iluminó de golpe y simultáneamente la mirada, y la voz
del francés rompió, llena de júbilo, el hasta aquel instante melancólico
silencio, exclamando en voz alta, y tanto para mi como para sí mismo: «Oh! Quel
beau rat!». Yo, que jamás he sido capaz
de superar mi timidez y mi torpeza para chapurrear en francés ni tan siquiera
una frase tan sencilla como “Bien sur, pardieu! Vous avez dit fort juste!”, no pude
sino mirarlo con una sonrisa de plena aprobación, como asintiendo de todo
corazón a sus palabras, pues en verdad que había acertado con ellas a expresar
lo que yo mismo, ante la inopinada aparición, indiscernidamente había sentido:
que el león no era allí más que un pobre pensionado del Ayuntamiento de Lyon,
subvencionado para representar a una presunta Naturaleza, a la que, por lo
demás, a causa de esta misma circunstancia, mal podía ya, en verdad,
representar, y que naturaleza, en todo caso, no era allí sino lo que había
traído y había hecho surgir y campear por un momento ante nuestros ojos la
admirable rata que, imprevista, inconsentida, indeseada y hasta prohibida, había
cruzado por delante de él.
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