Es una fría y despejada tarde de
otoño. Él observa un partido de fútbol que se desarrolla en el terreno verde
que hay detrás del edificio de departamentos. Habitualmente es el único espectador de esos partidos que juegan los
niños vecinos, pero hoy dos personas desconocidas se han puesto también a
mirar: un hombre vestido con un traje oscuro y una muchacha con uniforme
escolar.
La pelota traza una curva y cae
en la punta izquierda, donde juega David. El niño se adueña de la pelota, esquiva
sin esfuerzo al defensor que sale para marcarlo y eleva la pelota hacia el
centro. El tiro desborda a todos, desborda al arquero y cruza la linea de gol.
En esos partidos que se juegan
durante la semana no hay verdaderos equipos. Los chicos se agrupan corno les
parece; unos llegan, otros se van. A veces hay treinta en la cancha; otras
veces, cinco o seis. Hace tres años, cuando David se unió al grupo, era el más
pequeño en edad y en tamaño. Ahora está entre los más grandes; muy ágil y hábil
con los pies pese a su estatura, pícaro además de veloz.
En el partido se produce una
pausa. Los dos desconocidos se acercan a él; el perro que dormita a sus pies se
despierta y levanta la cabeza.
-Buen día -dice el hombre-. ¿Cómo
se llaman los equipos?
-Solo es un partido improvisado
entre los niños del vecindario.
-No son malos. ¿Usted es el padre
de alguno?
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